4.2.09

De un recuerdo lleno de sabores

Sentado frente a una mesa que sostiene un rebosante plato de salsas y crujientes tortillas de maíz, fritas, en forma de triángulos, los sabidos totopos; completadas con suficientes chiles triturados, macerados y aderezadas con unos delgados trozos de pollo, sentimos el gusto placentero de un platillo deslumbrante que se reconoce como chilaquiles.

Su degustar es un poco entre la línea que separa lo sublime de lo profano, sin demeritar ninguna de las dos posibilidades para engatusar los sentidos. Apropiarse de cada bocado con la lujuria manifiesta de un delicioso sabor que nos llena de sublime regodeo. Diría, que casi amoroso. Separar estos trozos que han quedado entre lo endurecido del material harinoso, del vegetal rojizo del tomate, el verde  picoso del sublime chile y la fuerza de la dulce, blanca y sentimental cebolla, recortadas en delicados aros. Todo, en alborotado saborear, en un festín de colores. Aprovechando cada bocado de un ritual
incomparablemente sensorial.

No se si imaginar los arrebatos que produce este platillo con la visión de una puesta de sol o el sonido al masticar el fruto de un guayabo verde. O quizá el oloroso perfume de unas blanquecinas gardenias en flor. Tal vez, el precipitado vuelo del jilguero que le canta de igual manera a la tarde, que a la adormilada mañana. Porque, es precisamente en este tiempo matinal, conocido como desayuno, que se produce el obligado deseo de ingerir esta receta.

Es un  alimento que respira el sopor de una cultura ancestral, poseedora de  recuerdos y vivencias, tan gratas que ha resistido el paso del tiempo y de los lugares de este territorio  que se anima a admirarla como un tributo a la memoria de viejas cocineras que enriquecieron la manera de hacer perecedero este disfrute.

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