25.5.17

El paisaje reciente.


En días pasados tuvimos que salir en busca del paisaje.
Este se extendía, cansado, tratando de llegar al lugar de destino.
La vegetación, diferente a la que estamos acostumbrados, se dejaba ver.
La carretera, como una simple línea, era infinita.
Casi no se esforzaba para alcanzar a alguna curva.
En el automóvil, que nos trasladaba, solo el sonido cansado del motor primaba.
Líneas amarillas dobles y simples se dibujaban en el negro o gris asfalto.
Otra roja aparecía cada cierto tramo.
La cinta asfáltica subía y bajaba sin detenerse.
En un momento apareció una montaña que asombraba por su dimensión.
Y su nombre para ser reconocida: “La Malinche”.
Una elevación volcánica activa y muy árida que se levantaba a más de 4,400 metros de altura.
El tedio se dejaba alargar presentándose con tremenda continuidad.
Los letreros que anunciaban los kilómetros recorridos o por recorrer, aparecían para asombrarnos.
Tras el largo camino, la distancia no había avanzado.
Y lo que  quedaba por llegar era interminable.
Preguntando qué habíamos dejado atrás para tener alguna referencia.
De pronto el transcurrir y el paisaje se paralizaron.
Un túnel abierto al otro extremo nos devoró.
La semioscuridad nos saludaba con cierta discreción.
Algún puente le daba certeza a la continuidad de la carretera.
Llegado a la ciudad el paisaje congelado de cemento se mantenía.
Solo la bienvenida humana, cambió en algo lo lineal del camino.
La actividad se tornó plática, aplausos y afectos.
Y el instante se apresuró en volverse otra vez igual que el ir.
Lo que primó fue un exacto reflejo de lo que habíamos vivido.
Nada cambió, padeciendo lo mismo, para asegurar que volvíamos a nuestro inicial lugar.
Salvo la noche que se apuraba para hacernos olvidar a la monotonía del paisaje.
La claridad se iba borrando y ocultando lo que habíamos vivido.
Fue prácticamente un instante en ese repetido día.
Y al día siguiente solo quedó el recuerdo de todo lo que vimos.

Y contar lo largo del paisaje y lo repetible una y otra vez.

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